Lo que siguió a ese instante fue un caos total, la esposa de José comenzó a gritar nerviosa, apurando a su esposo para que siguiera y no se detuviera, su hija preguntaba ¿si debían bajarse a ayudar? los nietos de José se alarmaron por los gritos comenzaron a llorar, la cabeza de José dio mil vueltas en apenas dos segundos, pensó en todo, pensó en nada, y finalmente actuó… acelerando la marcha del auto y dando vuelta en la esquina, miró por el espejo retrovisor el rostro de aquel joven, agredido, amenazado y con un miedo que se transmitía hasta los huesos.
Menos de cien metros después, José apagó el auto y todos sus ocupantes salieron con prisa a meterse a su casa. Una vez dentro llamaron a la policía, reportando lo sucedido entre una oleada de voces, opiniones, reclamos y llantos de los niños, pero José no escuchaba nada de esto, a él le había quedado una impotencia que no le dejaba ni articular palabra. Salió desesperado por encontrar aún a aquellos adolescentes, pero ya era tarde, ya no había nadie en aquella esquina.
Los días siguientes fueron confusos para José, entre la impotencia, el hecho de que la policía jamás apareció, y las múltiples opiniones de su familia no le permitían despejar su mente. Entre ellos, quedaron en no decir nada más acerca del tema pues solo les tría conflictos. Pero José si continuaría con el tema para sí mismo, no comía pensando en que habría sucedido si la persona asaltada hubiera sido miembro de su familia, no se decidía si, como su esposa le dijo, hizo bien en no poner en peligro a la familia, arriesgándose a que el ladrón les ubicara por la cercanía de la casa, por el coche o por sus rostros y así después tomar represalias. Entre todo, José ni siquiera podía dormir pues escuchaba la voz de aquel jovencito y su rostro en pánico pidiéndole ayuda.
Pasaron cinco días. En el sexto día, José salió a caminar por la solitaria noche para dar un paseo que le pudiera relajar e intentar dormir. A unas calles de su casa, José, quien caminaba con la mirada en el suelo, levanto el rostro al escuchar una voz que hablaba cerca de él, al ubicar a esta persona por la espalda, sus pupilas se dilataron… era el joven que asaltó a aquel chico, ¡era el ladrón!, usaba las mismas ropas de aquel día y parecía llevar algo oculto en la parte trasera del cinturón: “¡el arma con la que asalta!” Intuyó José, y sin pensárselo dos veces, vio el encuentro como una oportunidad para enmendar la culpa que sentía, y se abalanzó contra aquel joven y lo derribó al suelo por la espalda con la embestida que le propinó. En el suelo, y desorientado por el golpe, José se levantó y buscó al joven, este yacía inmóvil en el suelo, José comenzó a gritarle: “¡Ahora sí, muéstrame que valiente eres asaltando niños!” pero el joven no se movía.
José se preocupó al verlo inmóvil, y se horrorizó cuando vio un hilo de sangre correr por el pavimento hasta formar un charco rojo, fue entonces que José se percató de lo que había hecho; en su embestida y posterior caída, había estrellado la cabeza de aquel joven contra el borde de la acera, causándole una hemorragia que ya no paraba de fluir. José, ya aterrado y en un estado de parálisis parcial, tocó el cuello del joven con sus dedos; este no respiraba, no tenía pulso, estaba muerto o muriendo.
José miró a su alrededor, la calle estaba vacía, la luz de las lámparas no lo alcanzaban y sus ropas no mostraban manchas de sangre o señales de lucha. De nuevo, la cabeza de José fue a mil por hora y pensó en todo y en nada al mismo tiempo, hasta que finalmente se decidió… y lo hizo…
¿Qué hizo José?