29 de octubre de 2013

El odio del ensangrentado



Eran las cuatro de la mañana, y Héctor dormía plácidamente en su cama. A su descanso aun le quedaban algunas horas, pero la noche se aseguró que no fuera así.
Héctor abrió los ojos a la par de un golpe que resonó en su hogar. Los primeros segundos con los ojos abiertos fueron de desconcierto, de temor y de sentir los torrentes de adrenalina que corrían por su cuerpo al escucharse un nuevo golpe muy cerca de donde él dormía: “¡Pum!”


Héctor rápidamente giro su cuerpo sobre las sabanas y quedó sentado en la cama con los pies descalzos en el suelo y el corazón latiéndole agitadamente. Héctor vivía solo, no podía ser ningún familiar, ni su pareja, ni una mascota…  Sus pensamientos fueron trozados cuando el siguiente golpe resonó doblemente “¡Pum… pum!” Héctor se puso de pie y caminó hacia la cerradura de su puerta, el miedo que sentía era distinto al miedo que se pueda imaginar al ver o leer ficción, lo que sentía le dejaba claro que algo o alguien estaba en su casa, y que él solo estaba a punto de confrontarlo. Asomó la cara por la puerta entreabierta y se encontró con el pasillo que comunicaba las habitaciones, estaba oscuro, no podía distinguir nada, nada excepto el origen de los golpes; provenían de la cocina, en el extremo opuesto del pasillo.

Héctor pasó saliva y reunió todo el valor que fue capaz, cruzó el umbral de su habitación y caminó despacio, extremadamente despacio por el pasillo. El golpeteo no cesaba, al contrario, los golpes parecían adquirir violencia y sonaban cada vez más secos en cada repetición “¡¡Pum, pum… pum, pum!!”
La mano de Héctor tocaba la pared como un ciego que busca sin encontrar, pero finalmente dio con el apagador de las luces, presiono el botón y deseo no haberlo hecho… una sombra fue proyectada a sus pies por causa de las luces de la cocina, sintió un agudo escalofrió que le recorrió la fría espalda, ahora no había dudas, alguien estaba de pie en su cocina, apenas a tres metros de él.

Torpemente logro tomar una de las pesadas figuras decorativas que tenía en la mesilla del pasillo, y sosteniéndola arriba de su cabeza, sin poder pronunciar una sola silaba, dio los dos pasos que hacían falta para llegar a la cocina, lo que vio le dejo helado, lo que sintió solo lo puede describir alguien que haya sentido puro y real pavor caminándole por las venas… En la cocina había un hombre de espaldas a él, un hombre con la ropa ensangrentada que se apoyaba con ambas manos en la pared para estrellarse violentamente la cabeza contra los azulejos. El sonido provenía de esa fúnebre figura, que se golpeaba la cabeza salvaje y perturbadoramente contra la pared.

Héctor creyó haber sentido el peor horror de su vida al presenciar esto, pero se equivocaba, el peor horror de su vida estaba por presentarse y hacerle soltar la estatuilla que empuñaba en su mano, el corazón se le detuvo cuando aquel hombre dejo de golpearse la cabeza para girarse y mirar directa y fijamente los ojos de Héctor.

La frente de aquel hombre estaba destrozada por los golpes, abierta de lado a lado y dejándole casi expuesto el cráneo, la sangre era tanta que apenas eran perceptibles sus rasgos, pero esto no impidió que Héctor reconociera a aquel sujeto… era él mismo.

En un instante, Héctor se encontró parado frente a frente con él mismo, una versión ensangrentada de él con los ojos fijos en los suyos y una expresión de ira que su respiración no era capaz de contener. El Héctor ensangrentado respiraba agitadamente una y otra vez, no solo no le quitaba la mirada de encima a Héctor, sino que parecía querer despedazarlo ahí mismo.

Héctor no podía moverse, sentía pánico de estar ahí, sentía morirse, sentía la respiración de su otro yo y por un momento dejo de sentir su propio cuerpo debido al horror que vivía en esos momentos. No tuvo tiempo de reaccionar cuando el Héctor ensangrentado llevo su mano hacia atrás, tomó un cuchillo que apretó entre sus dedos y se abalanzó contra aquel petrificado y desdichado que moría de terror en el marco de su propia cocina. Lo derribó y se echó encima de su cuerpo, Héctor simplemente no fue capaz de moverse cuando aquel, que no parecía otra cosa que su propio cadáver, le atravesó la garganta con el cuchillo, rebanándole la tráquea y haciendo chocar el filo del metal contra el mismo hueso de su cuello.

Con la vida escapando de sus manos, aquella noche termino de torturarle dejándolo consiente en todo momento para ver a los ojos del ensangrentado y escucharle cuando le dijo dos palabras: “Te odio” Esos fueron los últimos sonidos que Héctor escuchó, y lo último que vió fue como su atacante se desvaneció sobre su cuerpo, desapareciendo por completo de aquella cocina.

Héctor murió degollado en el suelo de su cocina, su cuerpo no fue encontrado sino hasta que el olor de la descomposición alertó a sus vecinos. La policía y los forenses dejaron en claro sus veredictos: Héctor se suicidó, nadie invadió su hogar, fue una herida autoinfligida al cuello lo que le dejo sin vida, no hubo señales que probaran lo contrario. Héctor no tenía familia, y sus pocos amigos se enteraron de su muerte por las notas del periódico, demasiado tarde para saber que el cuerpo de Héctor fue abandonado en una fosa común… donde sus restos aún son visitados por “el ensangrentado” que cada noche se sube a su cadáver, le mira a los ojos y le aprieta del cuello mientras le dice: “Te odio”.